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75° Aniversario de la canonización de san Antonio María Claret

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Hoy, hace 75 años, la Iglesia proclamó solemnemente que nuestra Congregación tiene una raíz santa. Fue en la basílica de San Pedro, repleta de peregrinos, cuando a las ocho y media de la mañana el papa Pío XII pronunció su fallo magisterial y definitivo: «El beato Antonio María Claret, obispo y confesor, decretamos y definimos que es santo y lo inscribimos en el catálogo de los santos».

El entonces sucesor de Pedro describió muy bien a nuestro fundador: «Alma grande, nacida como para ensamblar contrastes; pudo ser humilde de origen y glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante; de apariencia modesta, pero capacísimo de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra; fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien sabe el freno de la austeridad y de la penitencia; siempre en la presencia de Dios aun en medio de su prodigiosa actividad exterior; calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y entre tantas maravillas, como luz suave que todo lo ilumina, su devoción a la Madre de Dios».

Aquel momento se prolonga hasta hoy como una explícita invitación para vivir la propia vocación misionera en santidad, como recuerda nuestro superior general en una circular enviada desde Yogyakarta (Indonesia) a todas las comunidades: “Hoy nos unimos en profunda gratitud y gozosa memoria, no solo para conmemorar un acontecimiento del pasado, sino para reavivar en nosotros el fuego de la santidad que dio forma a la vida de Claret y que debe seguir iluminando la nuestra”.

El padre Vattamattam prosigue su texto exhortando a vivir la santidad como misión: “La canonización de Claret no es una gloria lejana; es una semilla viva que se nos ha confiado. Dejémosla crecer. La Iglesia y el mundo esperan el testimonio de nuestra santidad”.

El recuerdo de Claret, que hoy tiene un subrayado especial, nos sitúa siempre en clave misionera, animándonos a asumir con decisión y generosidad la gozosa tarea de anunciar el Reino. Y como recuerda nuestro padre general, “estamos invitados a vivir esta vocación no en soledad, sino en comunión”. “Somos hijos del Corazón de María: formados juntos en su ternura, enviados juntos en su nombre. Nuestra unidad en la misión es a la vez una gracia y un testimonio: cuando caminamos como un solo cuerpo, hacemos visible la santidad de Dios en el mundo”.

 

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