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Mons. Agrelo: “¿Acaso en la frontera no sufre nadie, no muere nadie?”

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“Nadie sabe de las personas muertas en los caminos de la inmigración. Los nazis tampoco se preocuparon nunca por saber el número de hombres, mujeres y niños que asesinaron”. Así lo lamentaba el religioso franciscano Santiago Agrelo en la charla que ofreció este pasado sábado a los responsables de las delegaciones de nuestra oenegé, Fundación Proclade, en nuestra casa de Colmenar Viejo. Una conferencia donde el arzobispo emérito de Tánger expresó el significado del cuerpo de Cristo y, seguidamente, la contrariedad del empeño con el que parte de la Iglesia lo recrea, empequeñeciéndolo y sumergiéndolo en diversas estructuras de pecado, es decir, en mecanismos perversos que condicionan nuestro mundo cuando son políticos y económicos; pero que también influyen sobre nuestro modo de expandir la fe cuando van más allá y adquieren tintes religiosos. “Para mí es evidente que nos hemos inventado una Iglesia sin Cristo, sin pobres, sin encarnación. Y la defendemos. Más aún, nos parece que es la que debemos de tener”, comenzó.

“Cuando era párroco en Astorga y abría el periódico, me parecía normal leer que la Guardia Civil hubiera tenido que abatir a tiros a cinco inmigrantes que intentaban cruzar la frontera”, confesó a renglón seguido. “Me parecía que aquellos estaban donde no tenían que estar, y se había obrado correctamente con ellos”, añadió. “Pero todo cambió el día que en el despacho de Cáritas me pusieron a un migrante delante de los ojos. Un joven sentado en el suelo, aterrorizado; no ya como un niño, como un bebé. Muerto de miedo. Y me dije, estas personas tienen razones para estar en el sitio que pidan estar. Lo entendí inmediatamente”, se conmovió.

Desde aquel día, “un 29 de septiembre”, la labor ministerial de Mons. Agrelo giró en torno a la defensa de un cristianismo en comunión con los más vulnerables. Su misión profética le impelía a despertar las conciencias dormidas que pudieran acomodarse dentro de la Iglesia; y, ad extra, a evangelizar a nuestra sociedad, aquella que se dice atea o agnóstica. “El único lenguaje válido para transmitir el Evangelio es humanizarlo, pues nos permite enaltecer y dar dignidad a la vida. Por eso el futuro de Jesús en la sociedad pasa por los pobres. Hay muchos planes pastorales que en realidad son fábricas de ateos”, exhortó.

El mismo estribillo

“Antes de la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, en los días de mi infancia, los fieles teníamos la impresión de que en el sacrificio de la eucaristía pasaba algo, pero que no contaba con nosotros”, razonaba el prelado. “En los días de rituales renovados, ya alejados del latín, la celebración continuaba siendo algo que acontecía delante de la comunidad, pero sin la comunidad. De ahí que el estribillo fuera el mismo tanto antes como después”. Para el religioso franciscano, “aún hoy seguimos transmitiendo una vivencia desde la cual es imposible llegar a pensar que el sacrificio de Cristo se hace en nombre y a favor de los fieles y no somos capaces de entendernos a nosotros mismos cuando hablamos de la eucaristía. Pues, ¿cómo separase de su sacrificio, si Él es la cabeza y nosotros su cuerpo? Porque la realidad es esa, pero no nos lo parece”, lamentó. “Es imposible que la comunidad eclesial se sienta concernida, ofrecida y en comunión con Cristo y con nuestros hermanos, piedras vivas y miembros de la comunidad eclesial”, de ahí que “haya cristianos que bendigan a Cristo con los labios y a la vez se permitan pisar a los otros cristos”, interpeló. “Damos una idea de Jesús como el más ancho de los becerros del Antiguo Testamento”, concluyó afligido.

Piedras vivas

“Pero en la eucaristía, -continuaba explicando Mons. Agrelo- la Iglesia renueva con Cristo la entrega a todos los hombres. En ese momento, la Iglesia, -e Iglesia somos nosotros-, nos hacemos oblación también. Comulgando, comulgamos con el Cristo doliente, con los que tienen hambre, sed, y precisan ayuda”.

“Si conocemos el calvario me pregunto cómo podemos verlo y callar; verlo y no gritar de dolor y de rabia. Me pregunto cómo podemos verlo y comulgar. Quizá sea porque en ese calvario no hemos visto a un hermano, porque no hemos visto a nadie”. “¿Pero acaso en la frontera no sufre nadie, no muere nadie?”, se preguntaba. “En la frontera muere Cristo a quien amamos, en quien creemos, por quien daríamos la vida. Es hora de que veamos en los pobres la agonía de Cristo”.

Terminaba, Mons. Agrelo confiando al auditorio una confesión suya nacida desde lo hondo: “Me duele un mundo que no conoce a Jesús, y que no quiere conocerle. Que se mueve por nuestra sociedad ignorando a quien viene. Un mundo que ha quedado atrapado en el presente sin futuro, pero, con todo, más me duele tomar conciencia de mi responsabilidad por tanta incredulidad”. “Esa responsabilidad tiene que ver con las palabras que uso para hacer discípulos; tiene que ver con lo que creo, con el modo en que lo vivo. Esa responsabilidad tiene que ver con los hombres y mujeres con quienes comparto este tiempo, con sus tristezas, alegrías, y vida”. “Me han llamado a ser cristiano para ellos y no puedo limitarme para dar testimonio de ortodoxia inalterable”, finalizó.

 

 

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