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Recordando al P. Luis Díez García, CMF (1921-2012)

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El P. Luis habría hecho todo lo posible para que no se difundieran estas páginas, o al menos habría tratado de dulcificar los elogios que contienen. Como recuerda el P. Domingo J. Andrés, nunca fue amigo de figurar, ni mucho ni poco.

Hace unos diez años las prestigiosas instituciones académicas de Lovaina, toda una referencia en la Iglesia Católica, pedían ya información sobre su vida. Una vida sencilla, que le llevó de su nacimiento en Brea de Aragón, pasando por Calatayud y Zaragoza, a descubrir su vocación como Misionero Hijo del Corazón de María (Claretiano) tras tomar posesión de la plaza de Juez Comarcal que había ganado por oposición y renunciar a ella casi de inmediato. Dispuesto siempre a lo que hiciera falta, cuarenta y cinco años de su vida se consumieron (y pocas veces se ha usado mejor la expresión) al servicio de la Iglesia desde Roma.

Es el P. Luis un hombre que podría aparecer por méritos propios en muchas enciclopedias y obras especializadas, pero que también concita el elogio universal de quienes tuvieron la dicha de conocerle: era un hombre verdaderamente bueno. ¡Qué disfruten leyendo las páginas del P. Domingo J. Andrés!

 

IN MEMORIAM: R. P. LUIS DÍEZ, CMF
Firme columna del Instituto Jurídico Claretiano y de la Secretaría de Estado

Texto redactado por el P. Domingo J. Andrés, CMF[1].

I

Esta In Memoriam en honor del P. Luis Díez documenta testimonialmente la conducta y acción extraordinariamente positivas del P. Luis Díez al servicio del prestigioso Instituto Jurídico Claretiano, conducta y acción ininterrumpidamente prolongadas durante medio siglo.

No puede efectuarlo con las mismas características por cuanto atañe a la Secretaría de Estado de Su Santidad, sencilla y radicalmente por el denominado y vigente ‘secreto pontificio’ que legítimamente cubre durante largo tiempo las intervenciones concretas de cada oficial y que él observó escrupulosamente en todo tema y ocasión; pero téngase bien presente que, como jefe de la oficina jurídica de aquel superdicasterio, tuvo que intervenir en los ultimísimos retoques dables y dados: a) a toda ley y documento del Magisterio supremo; b) a todos los nombramientos pontificios de Obispos; c) y a todo Concordato o Convenio equivalente de la Santa Sede con los Estados.

Un solo ejemplo: Saltó al público enseguida, pero no ciertamente hecho saltar por el P. Luis, que Juan Pablo II había reservado varias semanas para profundizar y para que se le explicase por los mejores juristas y teólogos del momento, el Código de Derecho Canónico que deseaba promulgar inmediatamente, entre los que se encontró el P. Javier Ochoa CMF, del mismo Instituto Jurídico Claretiano. No sólo, saltó, asimismo, que el humilde y desconocido Claretiano Luis Díez era quien había propuesto los nombres de los antedichos teólogos y canonistas, quien había hecho de actuario y verbalista en las clases impartidas al Papa y quien había integrado en varios puntos de relieve la mismísima Constitución Apostólica Sacrae Disciplinae Leges motivamente y promulgadora del actual Código en vigor.

II

Es una especie de injusticia de retraso y de opinión pública que haya sido su muerte la que nos haya permitido y forzado a dejar constancia escrita para la posteridad claretiana y eclesial globalmente consideradas, de que el P. Luis Díez: a) dirigió y se movió con solvencia en el altísimo nivel eclesiástico significado por la Oficina jurídica del Sumo Pontífice; b) y, no sólo por ello sino junto a ello, fue una columna relevante y todavía resistente del Instituto Jurídico Claretiano de Roma.

Sin embargo, parece menos pecado la mencionada injusticia, si se tienen presentes sus perceptibles y proverbiales virtudes personales de la humildad y de la sencillez religiosas, de su nunca ponerse ni pretender anillos para seguir realizando con sobresaliente dignidad funciones del más alto nivel eclesiástico.

Dichas funciones resultan todavía más encomiables cuando -como podían y podemos testimoniar sus hermanos de comunidad- se las podía descubrir perfectamente conjugadas y armonizadas con otras cualificadas funciones internas, caseras y familiares, tales como gobernar la comunidad de superior, ser ecónomo de la casa y administrador de la editorial y revista, codirigir Commentarium y ediciones, arreglar personalmente puertas, ventanas, tuberías, teléfonos; también comprar, recensionar, tematizar y hasta encuadernar millares de libros y de revistas para, en su género, una de las mejores Bibliotecas del mundo; también plantar flores y árboles frutales y cultivarlos, junto con ser sensible a los gatos romanos; nada de lo cual, en fin, le impidió ser el más perseverante y querido capellán y confesor de comunidades religiosas durante casi todos los años de su incardinación a este Instituto.

III

Apoyado por una salud integral y un equilibrio orgánico tendencialmente óptimos, se tomaba el insólito lujo de prescindir de dolencias y de toques de atención inevitables y comunes, nunca hablando de ellos en público y superándolos por sí solo.

Siempre y sin excepción alguna, fue visiblemente parco y esencialista en el comer, beber, vestir y dormir, en no fiestas y en fiestas, siempre en casa y nunca fuera de casa, por la mañana por la tarde y por la noche, a la claras y a las escondidas.

Apoyado, asimismo, por una cultura jurídica -civil y canónica- excepcional, pudo mostrar una enorme capacidad de rendimiento en el trabajo profesional, rindiendo al máximo, como pocos, hasta el mismísimo último día de su estancia en la comunidad.

IV

Entre sus muchas y principales virtudes y valores, hay que colocar su profunda y, a la vez, perceptible espiritualidad religiosa y sacerdotal, expresada en los siguientes tres ejes: a) fue siempre de misa diaria; b) rezó siempre el oficio divino íntegro; c) nunca dejó de ser de confesión frecuente.

Con los tiempos que ya entonces corrían, la observancia de estos tres deberes fundamentales y por partida doble para un religioso y sacerdote, mostraba dotes de rareza y casi de heroicidad.

V

Conocía y vivía, como pocos y más que muchos de su entorno inmediato, la historia, el carisma y la marcha o actualidad de la Congregación; al vértice del detalle lo sucedido antes, durante y después de la guerra civil española.

Era muy apreciado por todos y sabía estar presente en todos los bandos. Nunca polémico con nadie ni con nada, era un placer verle flotar equilibrado y sensato sobre las más encendidas discusiones doctrinales y existenciales, teóricas y prácticas, históricas y actuales. Era extremadamente difícil que se pusiese, o que colaborase, a criticar o hablar mal de los demás, ausentes o, sobre todo, presentes.

VI

Su madurez y discreción innatas, orgánicas y anímicas, eran el signo y la concausa de un equilibrio interior siempre mantenido a un nivel envidiable, proyectado sobre toda cuestión y que le llevaba a no pronunciar sentencia irrevocable alguna sobre nada y a desconfiar de las sentencias ideológicas definitivas de los demás. Toda persona, cosa y cuestión problematizadas y resueltas, podían ser revistas, reconsideradas, reestudiadas, rediscernidas… hasta salvarlas en todo o en parte.

Seguramente fueron esa discreción y madurez congénitas, mantenidas y desarrolladas, las que, de joven, coadyuvaron a que la Providencia le hiciera mudar la vocación y profesión de juez civil por las de Claretiano profeso y sacerdote al servicio directo del Papa y de sus leyes universales, aunque sin abdicar de su anterior y más comprometido servicio a la fraternidad congregacional claretiana.

VII

Nada he sugerido hasta ahora del nivel y producción científicos del P. Luis Díez y ello sería imperdonable, pues ambos fueron originales y altos.

Docencia universitaria

El Claretianum y la Universidad Pontificia Urbaniana disfrutaron algunos años de sus clases de derecho, obligadamente tenidas que dejar de lado por incompatibilidad con su cargo en la Secretaría de Estado.

Escritos publicados

Al menos el cincuenta por ciento de la elaboración formal y toda la escritura material a máquina de los exactamente catorce volúmenes siguientes, decisivos e influyentes, deben ser atribuidas al P. Luis Díez: Indices Corporis Iuris Canonici, Indices Corporis Iuris Civilis, S. Raimundo de Peñafort (3 vols.), Juan Hispano de Petessella, Leges Ecclesiae post CIC editae (6 primeros vol.), Index Verborum Concilii Vaticani II e Index verborum CIC.

Sus artículos publicados siempre y sólo en Commentarium pro Religiosis, prevalentemente anotaciones concienzudas y esclarecedoras de importantes documentos del Magisterio supremo, son exactamente 22. Cualquiera puede leerlos todavía con provecho.

Sus recensiones críticas de libros, publicadas siempre y sólo en Commentarium (que puede preciarse de haber recibido gratuitamente miles de libros para recensión y de poder intercambiarse, siempre por solicitud ajena, con más de doscientas revistas), pueden acercarse al número de 150. También puede verificarlo cualquiera.

Libros no publicados pero todavía publicables

Son los que abren la formidable colección U.B.I. (Universa Bibliotheca Iuris) y que todavía esperan su fracasada publicación por falta de fondos.

Al menos el cincuenta por ciento de su elaboración formal y el cien por cien de su escritura a máquina e, incluso, de su encuadernación para mejor conservación, deben ser atribuidas al P. Luis. Se trata exactamente de las quince obras de los Decretistas y Decretalistas que siguen: Brocardica y Quaestiones, de Donatus Hungarus; Ordo iudiciarius, Brocardica, Quaestiones Dominicales, Quaestiones Veneriales e Historiae Decretorum, de Bartholomaeus Brixiensis; Generalia, de Richardus Anglicus; Super Titulis Decretalium y Super Titulis Decretalium Ambrosii, de Bernardus Parmensis; Lectura sive Summa in Decretales, de Gulielmus Naso; Glossae in Decretales Gregorii IX, de Goffredus de Trano; y Apparatus in Decretales Gregorii IX, de Vincentius Hispanus. Serían muy bienvenidos los euros que cualquiera tuviese bien a darnos para publicar inmediatamente cualquiera de estos quince volúmenes.

VIII

No dudo en calificar los siete puntos que anteceden, como las siete obras espirituales de misericordia que el P. Luis Díez practicó en todo momento de su larguísima vida con absoluta responsabilidad culta, cristiana, sacerdotal, religiosa y lo más cerca para él posible de Sus Santidades los Papas a quienes sirvió escondidamente, pero a la grande, durante decenios.

Por ello tampoco dudo mínimamente de que el Señor de Quien el Sucesor de Pedro es Vicario en la tierra, le ha salvado más a la grande, gloriosa y definitivamente, por sus virtudes y trabajos; le ha glorificado como Luis Díez que fue y en lo que hizo y obró de justo y no como Perico de los Palotes, pues es verdad revelada que cada cual se salva con su nombre y apellido y no, en absoluto, camuflado en el nombre y apellido de otros.

IX

No puede dudarse integrativamente de las excepcionales tipicidad y especificidad de su salvación si, sobre todo, se tienen en cuenta dos cosas gemeladas: a) que nuestro protagonista sumariamente descrito en la presente In Memoriam se dedicó con superlativa profesionalidad al derecho de la Iglesia en dos de sus expresiones más cultas y refinadas: la científica y la ejecutiva, entrambas a nivel supremo; b) y que este derecho, de cabo a rabo y del primero al último canon se inspira, cobra fuerza, se impone y no garantiza otra cosa que la salus animarum según, entre otros, sentencia el can. 1752 último del CIC.

X

Se cree y se dice que hay dos inmortalidades, una vertical y otra horizontal, bien distintas pero interrelacionadas. Doy por seguro que el culmen sempiterno y celeste de la prima de ellas ha sido alcanzado por el P. Luis en base a virtudes y méritos cristianos, religiosos y claretianos personales y sin entrar en pleito con la ‘promesa consoladora’ de la que tanto hablaban los primeros claretianos y tan poco o nada seguimos hablando los últimos.

Pero es cierto, asimismo, que una segunda inmortalidad horizontal ha sido y seguirá siendo su título de propiedad y su garantía, sobre todo por lo que escribió hace ya más de medio siglo sobre, a su vez, escritos y escritores con bastantes siglos de edad y de presencia eclesial y mundana; ha contribuido eficazmente a que la memoria histórica de los mismos no pueda prescindir de la memoria de quien ayudó y seguirá ayudando a mejor leerlos y entenderlos.

Porque es verdad que Dios seguirá conduciendo todo lo bueno y justo que el hombre realiza para madurar su vocación salvífica, del río de su santa Voluntad al océano celeste de su Gloria divina y al del anticipado gozo que puede experimentar quien crea que esto sucede cada día y espera que sucederá con él mismo.

 

Roma, 19 de mayo de 2012

 

[1] El P. Domingo J. Andrés es Doctor en Ambos Derechos por la Pontificia Universidad Lateranense de Roma y ha sido profesor en varias universidades romanas. Asesor de diversas congregaciones pontificias, convivió en el Instituto Jurídico Claretiano con el P. Luis Díez durante más de veinte años y ha dedicado, como él, muchas horas de su vida a la revista Commentarium pro Religiosis et Misionariis.

 

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